Retratos sin cámara de Brasil

Aunque es lo que quisiera, este no es un recuento de mi viaje a Brasil. Curiosamente, algunas de las vivencias más memorables no las pude escribir.

Contar que leí un pequeño libro de Jorge Amado -Sudor– en las escalinatas de su casa no suena tan interesante, pero para mí lo fue, y mucho. No sé cómo reproducir el efecto que tuvo en mí una larga y profunda conversación en un bus a oscuras con una mujer encantadora. Tomé clases de percusión y baile con Olodum (los que grabaron el video con Michael Jackson), pero eso es mucho más divertido hacerlo que narrarlo! Momentos de puro turista como sentarse en Copacabana con una caipirinha a ver mujeres en bikini o mirar desde lo alto del Pan de Azúcar la maravillosa vista de Río de Janeiro, fantástico vivirlo pero muy aburrido escribirlo.

Así que sin muchas pretensiones comparto cuatro momentos que recogen un poco lo que un álbum de fotos no sabría mostrar del todo…

 

Samba en la Favela

El lugar es sencillo, extremadamente sencillo. Un gran balcón incrustado en lo alto de Salvador Bahía, asfixiado por calles estrechas, miserables, rebosadas de basura y oscuridad. El ritmo sincopado de la Samba Partido Alto llena el espacio, sobando pegajosamente nuestra piel. Me encuentro en medio de un círculo de manos que aplauden y cuerpos que se rozan mientras escucho gritos repletos de juguetona picardía.

Es mi primera noche en Brasil.

Bajo el influjo de la cachaza abro los ojos y me percato de unas nalgas redondas y negras, escondidas dentro de una minifalda de leopardo, que van moviéndose en sucesión de temblores deliciosos. Mesas plásticas, mares de cerveza y tragos baratos. Todos sudados, algunos descalzos, vestidos como si viniéramos de la playa. Nuestras cinturas despiertas y sin malicia, entregadas a una cadencia tan natural como acariciarse el pelo al despertar. Samba. Ese ritmo que evoca sudor, erotismo, frenesí de energías y movimientos.  Alegría contagiosa que se esparce como brisa en tarde de lluvia. Felicidad en estado de curiosa pureza, la que solo pide un fluir onduloso de caderas, de pies moviéndose como atacados por una picazón incontrolable. Rostros que sonríen con la vitalidad de quien intuye que este es el único instante que existe.

Las nalgas continúan conversando con mi mirada con cierta obstinada intimidad. Un cálido manto de agradecimiento me arropa. África, a ti por este regalo que multiplicaste por millones en la isla que me tocó nacer. Brasil, gracias por esta música que debe ser la vibración misma de las nerviosas estrellas que bailan en el cosmos.

 

Serenata con el brujo

Luego de salir de esa misa surreal, en donde las canciones católicas se cantan a ritmo de tambores africanos, camino despreocupado por las calles de Pelourinho, de regreso a casa, supuestamente a dormir temprano para el largo viaje que me espera. Al pie de las altas escaleras de la iglesia, veo solito con su gaita a mi amigo colombiano. Cuando le cuento que voy a la Festa da Boa Morte al día siguiente, empieza a tocar una suave melodía, la canción a los muertos -o algo así- de la tradición folklórica colombiana de la costa. En un abrir y cerrar de ojos se nos han unido un chileno con el tamborcito llamador, una americana intentando entenderse con las maracas y un americano-colombiano con un tambor grande, el alegre. A la americana el chileno le quita las maracas y me dan el llamador. Ya son casi las diez y algunos vecinos nos reciben con poco entusiasmo.  En especial una flaquita que desde el segundo piso nos vocea de todo, hasta que en un momento emotivo nos lanza una cubeta de agua que esquivamos sonrientes como si fuera parte de nuestra coreografía.

Después de un buen rato en esto ya he tenido suficiente tiempo para notar que el americano-colombiano de hablar pausado, piel blanca y lentecitos -un gringo cualquiera-, toca los tambores con una seguridad inusual. Cuando inevitablemente llega el tema del candomblé y su enorme influencia en todo lo que se respira en Bahía, él confiesa muy naturalmente que conoce un poco de esto, bueno que más que un poco, que sucede es un sacerdote de santería cubana, un consagrado Babalawo. La siguiente hora, que me la paso casi todo el tiempo con la boca abierta, es como una sesión de hipnosis y master class en religiosidad popular, cultura africana y espiritualidad. Un desnudo de prejuicios. Sumergirme brevemente en las profundidades de la tradición religiosa africana yoruba y su fascinante sistema de adivinación Ifá. Sentir a los Orishas vibrando en los tambores que golpean mis manos.

Desde lejos acercarme más a Don Casimiro y mis amigos de los Congos de Villa Mella.

 

Tragarse y dejar salir las lágrimas

El espectáculo ya debería haber comenzado pero el auditorio del Museo de Imagen y Sonido de Sao Paulo está casi vacío. La mitad de los presentes son técnicos y un servidor, cuyo único aporte fue grabar parte del ensayo y comerse un buen pedazo de la comida del camerino de los artistas.

Horas antes tuve el curioso privilegio de almorzar con una de las leyendas vivas de la samba, Osvaldinho. Maestro de muchos instrumentos, en especial la cuica que fue el que fui aprender con él. En la cocina de su casa me montó un improvisado show de pandeiro, en donde a pesar de sus más de 70 años, brinca, hace malabares, toca como 10 ritmos en un minuto, sonriendo como si el bombillo cerca de la nevera fuera el de un gran teatro. Ahora sentado en este teatro auténtico en una de las zonas paulistas más exclusivas, siento vergüenza ajena. En su casa vi con el esmero con el que limpiaba sus zapaticos blancos, cómo elegía su traje y su sombrero confeccionado especialmente para él. Había presenciado toda la tarde la entrevista en donde fue grabado para la posteridad parte de su amplísimo conocimiento de la música brasileña. Era tratado por los directivos del museo con gran respeto, como si fuera el único testigo de algún milagro.

Ahora, sentado en medio del escenario con una enorme imagen con su rostro a espaldas y mirando a casi todos los asientos vacíos, lo noto tristísimo y sorprendido de que nadie haya ido a verle. De que al parecer él es una leyenda más recuerdo que presencia. Creo mirarle tragarse un par de lágrimas.

Cuando escondido en mi asiento no quiero ya ni ver el escenario, siento un murmullo como de olas que viene acercándose. En un santiamén el teatro es invadido por un paquete de personas y una escuela de samba completa, en un desfile de mujeres a lo bahiano, con sus grandes vestidos y pañuelos en la frente. Dos enormes banderas negras ondean y un sabor a costa se esparce en el ambiente. Los ojos de Osvaldinho brillan con una intensidad que podría iluminarnos aunque apagaran las luces.

Las mujeres van entonando una samba a capela, con una dulzura, con una ternura, con una suavidad que desconocía. Creo que nunca he escuchado algo más hermoso en mi vida… y como si fuera un niño empiezo a llorar. Me digo que es ridículo que llore sin aparente motivo, pero esa música me va poseyendo y saber que el maestro ha sido finalmente honrado me hace sentir un extraño alivio.

Al final del concierto, cuando vuelva a recordar aquel instante, nuevamente lloraré, con un chin de jipío y todo. Experimentaré una especie de pequeña catarsis, de purificación, como solamente la sentí en menor medida, hace mucho tiempo cuando escuché un grupo de africanos cantar a capela Shosholoza. Me sentiré plenamente humano, conectado profundamente con algo sagrado que no puedo explicar. Como si el canto de las negras bahianas fuera una especie de recuerdo ancestral del alma de nuestros tatarabuelos africanos que poblaron el mundo. Como si el canto de estas mujeres sencillas fuera una llave para abrir algunos oscuros espacios del espíritu.

 

Mi última noche

El contraste no puede ser mayor al de aquella primera salida. Andando con mi querida amiga Paula, me ha colado en una fiesta privada en un Penthouse en el Beverly Hills braliseño, Leblon. Los invitados con bigotes de charro y algunos con sombreritos de mariachi – es una fiesta mexicana – bailan al compás de música pop americana ochentera. Aunque hasta las spice girls suenan, en toda la fiesta nunca se escuchará una samba.

Ensimismado, caipirinha en mano, miro el vaivén de las bravas olas de Ipanema. Al final de la costa se puede divisar un morro lleno de lucecitas que parecen decorar un arbolito de navidad. Es una favela, me dice distraido uno de los chicos. Mi imaginación vuela y veo nalgas envueltas en minis de leopardo, pies descalzos, cinturas entusiastas, sillas plásticas, romo barato, sonrisas a flor de piel…

Me digo que más que un mundial de fútbol o unas olimpíadas, ya encontré una auténtica razón para regresar a Brasil.

Por donde antes pasaba aquel Muro

9 de Noviembre 2009, Berlín del Este (creo)

Desde antes de llegar a esta mítica ciudad esperaba impacientemente este día, este momento: la celebración del veinte aniversario de la caída del alguna vez infame y ahora legendario Muro de Berlín.

Voy caminando apresurado, llueve a cantaros y ando medio perdido, como de costumbre. Con las manos heladas, viendo el mapa mojado a través de los esquivos faroles de la calle me doy cuenta que ando en dirección equivocada. Me devuelvo y apuro el paso, como también es mi costumbre voy maldiciendo mi asombroso talento para desorientarme. Una sensación de inquietante espera me invade, en unos momentos se supone que seré parte simbólica de la historia… Doblo la esquina, paso debajo de un fantasmagórico puente y allí los encuentro a todos. Cientos de personas con luces y velas en las manos, desperdigadas por toda la calle, a la espera del momento preciso para unir sus manos y formar un muro humano que recorra los más de 30 kilómetros en que la ciudad estuvo divida de norte a sur, un muro humano  que simbolice hermandad universal o algo así. Como una de esas ironías históricas, nosotros, que vivimos en el espejismo de respirar en libertad, usamos parte de los mismos símbolos a los que jugaba el sistema comunista: la hermandad -del proletariado- en todos los pueblos! Como una novela brasileña, me seduce el plan aunque se base en algo tan cursi y manoseado.

De inmediato me doy cuenta que algo no anda bien. Hay muchas personas pero no veo a alguien liderando este asunto y mis peores presentimientos se hacen realidad: no pasa nada. Durante un par de minutos, en el momento que deben ser las 8:30 de la noche, algunas personas se agarran de la mano, pero no logran formar una fila de más de diez metros. Pasan treinta minutos y la calle se queda casi desierta, como supongo debía haber estado hace más de veinte años cuando aquel temible muro se erguía a su lado. Esto es un desastre, y no solo por el fiasco, sino porque también me he perdido la oportunidad de presenciar la celebración oficial, la que ahora mismo está sucediendo en la Puerta de Brandemburgo con sus fuegos artificiales, conciertos y discursos de Gorbachov. Pero yo privando de alternativo, de pendejo, tenía que elegir venir a la vaina esta…

Cuando ya no soporto más el frio y la humedad, cuando es obvio que el tan esperado evento se ha desvanecido sin ni siquiera haber empezado, cuando creo que está todo perdido, miro a mi lado y veo a dos adolescentes solitarios quienes de manera milagrosa dejan sus velas encendidas, debajo de un asiento, en medio de la lluvia y el furioso viento, en un punto exacto por donde pasaba el ahora invisible muro. Algo me conmueve profundamente de esta escena anónima. Quizás este es el mejor homenaje a eso que invocamos como libertad, esperanza, algo mucho mejor que un evento masivo y pretencioso. Tan solo esto: una llama encendida, solitaria, plantada por manos temblorosas de idealismo, enfrentando la lluvia, el frío, la indeferencia y el olvido.  Una tenue luz, en donde antes habitaba una enorme sombra.

Quizás esta es la verdadera celebración a la que sin saberlo había deseado asistir.

Me despido de ella, Barcelona

Sunny Barcelona

Hace varios años, cuando me sumergí dentro de Barcelona por primera vez, sentí un placer tan enorme que un incontrolable deseo insistía en que tenía que poseerla por completo. Solemnemente, frente a la Sagrada Familia, me prometí que regresaría a vivir en esta ciudad que me había atrapado sin misericordia. Con una obsesión que no me abandonó nunca tuve que esperar cinco años para que el sueño se cumpliera, y ahora quedo a la espera de cinco días para que el sueño termine, para despertar en la siguiente alucinación en Berlín.

Barcelona me devolvió lo que hasta pisar Holanda siempre había tenido en abundancia: luz y calor. Pero no me voy de una ciudad, me despido de varias ciudades. La primera que se lanza en mis brazos es la más visible, de la que me enamoré ingenuamente hace muchos años, la Barcelona puta, la guapa, la turística; pero también me dice adiós con cierta tristeza fingida la otra, la más oscura, elusiva y subterránea, la altanera, la contradictoria, la catalana. Una me sedujo con una intensidad irresponsable, la otra me acariciaba con descuido calculado. Yo las amé y detesté por igual porque nunca sabía cuál era la que me besaba o la que me mordía.

Aquí redescubrí cosas importantes de donde vengo. Yo que siempre he criticado la vergonzosa incapacidad de los dominicanos para organizarnos, me he llevado el profundo goce de estar consumadamente equivocado. Para mi gran sorpresa un grupo de doce dominicanos -incluyendo una italiana dominicanizada- logramos fundar  la Asociación de Profesionales Estudiantes en Catalunya, legalizamos el asunto, organizamos la primera actividad y nos juramentamos; y todo lo hicimos de manera rápida, decidida, eficiente. Los ingleses estarían envidiosos. Si me lo hubieran dicho antes de venir habría respondido que un grupo de dominicanos no somos capaces de organizarnos de esa manera, ahora, con suma satisfacción, me muerdo la lengua.

Sé que voy a extrañar muchísimas cosas que ahora mismo soy incapaz de percibir claramente. Especialmente cuando el invierno alemán me golpee la nostalgia volverá con su embrujo embriagador, y añoraré  intensamente esta sensación de luminoso espacio, de fugaz libertad y derroche, del plácido erotismo que se siente en el momento más inesperado divagando por cualquier callejuela barcelonesa.

Me llevo tristezas profundas… Un amor enorme se me escapó mientras la visión de todo mi futuro se me abría como una profecía. Una ilusión cerraba sus ojos.

Pero soy incapaz de despedirme de un lugar que antes de irme ya me pide que regrese, que no me vaya, que le regale más momentos íntimos, por amor o por capricho, me lo reclama igual. Me doy cuenta que Barcelona le pide lo mismo a todo el que llega a conocerla, se acuesta con todos y todas, y aun así consigue hacerme sentir especial …como si  yo fuera el único al que ha querido de verdad.

A la espera de un dilatado despertar

Una etapa concluye. En pocas horas partiré, a un viaje largo, rumbo a Barcelona. Por alguna razón, quizás masoquista, me atrae la idea de hacer un viaje de veinticinco horas. Tendré que cruzar toda Francia de norte a sur. Supongo que será como presenciar un extenso amanecer, un dilatado despertar.

Y estos meses que pasaron tan rápido, tan rápido. La suerte estuvo de mi lado.

Aquel amigo que se fue a Estados Unidos me permitió vivir en su apartamento en Amsterdam por un mes.

Fue como vivir en otro país. Allí se respira otro aire, hay un torbellino de vida en el ambiente. Amsterdam es la ciudad del caos contenido, de la liberalidad más natural, donde el concepto de pecado es inexistente. Hay algo en el alma de esa ciudad que me gusta tanto.

Y allí pude hacer una especie de pasantía con la gente de Greenpeace. Por ellos siempre sentí une especie de fascinación y curiosidad. Con sus campañas radicales e impactantes, llegan con sus barcos con un feeling entre superhéroes y revolucionarios. Fue interesante mirarlos un poco ‘desde adentro’.

De nuevo, una etapa concluye. En pocas horas partiré, a un viaje largo, rumbo a Barcelona… Y la vida como de costumbre tan irónica. Holanda, la tierra del eterno cielo nublado se despide de mi con cinco días seguidos de pura luz y hasta calor. Barcelona, la ciudad del eterno sol, me va a recibir nublada y amagando llover.

No importa, me gustan las paradojas. Y me gusta, como dijo Borges, crearme la ilusión de un nuevo principio.

Mi ojo (y el resto) en Estambul

Embelesado y reflexivo, esta sensación íntima y tibia que me recorre, ahora, en la primera ocasión que tengo de entrar a una mezquita, esta religión tan lejana y misteriosa por un instante cobra sentido. Estambul. No debe existir otra ciudad como tú. Esa mezcla de siglos, contradicciones, imperios y continentes; ritmos ancestrales, vicios del porvenir,  aromas y colores que se confunden en un microcosmos de la humanidad. Eterna, santa y maldita. Las miradas abundan en un murmullo de silencios. Yo te conoceré a través de paseos equívocos y nocturnos, sueños en un barco; mis ojos cerrados en un bar, el alma vencida por la suave violencia de esa música; aquella Mezquita Azul que me atrapará una y otra vez; tus monumentos (y momentos) incompresibles, ocultos. La sensación de conocerte por vez primera y sentir que has dormido conmigo -lastimándome y en ofrenda de caricias- en tantas ocasiones.